Comentario
Capítulo XLIV
De lo que Atabalipa habló a sus gentes antes que moviesen de donde estaban; y cómo de parte de los cristianos llegó uno a le hablar
Estaba Atabalipa muy orgulloso; parecíale que por ninguna manera podría suceder cosa que bastase a estorbar que él no matase o prendiese a los cristianos, pues eran contra ellos más de ciento y setenta mil hombres de guerra. Había visto los caballos; decía que no comían hombres, que ¡por qué les había de temer! Mas con todo esto mandó juntar los principales señores con los capitanes y mandones; como los incas fueron muy sabios y razonados hacían en las juntas largas pláticas, y Atabalipa hubiese seguido desde su niñez la guerra, propúsoles una oración concertada llena de pausa, amonestándoles que valientemente se hubiesen contra los enemigos, pues estaban entre ellos muchos que con su padre anduvieron en la guerra y gozaron de grandes victorias, venciendo muchas naciones, como sabían y les era notorio; pues que aquello era cierto, y les constaba el atrevimiento, que tuvieron, a entrar en la tierra robando y matando, mostrándose ejemplo de toda crueldad; que todos, con un corazón y una voluntad fuesen y los tomasen a manos, para hacer solemne sacrificio de los caballos, certificándoles que porque ninguno se le pudiese huir y escapar de ser muerto o preso, les había dejado los aposentos principales de Caxamalca, y que pensaba engañarlos sutilmente, para que sin peligro, a su salvo, pudiese salir con lo que tanto les importaba, fingiendo con el capitán que traían, que convenía que los cristianos y caballos estuviesen escondidos en las casas y él lo aguardase en la plaza con algunos desarmados, lo cual él no dudaba que rehusaría, porque entendía que le aguardaba para tener paz y alianza, y con tal cautela podrían ellos entrar en la plaza por orden y cercar los aposentos, y dar en ellos de golpe y prenderlos y matarlos; y que para hacer esto, se armasen secretamente, para descuidarlos de su intento; y que hiciese cada uno lo que su capitán o mandón le mandase. Como esto habló Atabalipa, muchos millares de ellos se pusieron unas coracinas de hoja de palma, y nudo tan fuerte, que la lanza y espada la hallara dura, vistiéndose encima camiseta de lana para encubrir las armas; y otros llevaban con tal engaño hondas y bolsas de piedras; otros porras de metal con púas agudas y largas, otros ayllos, poniéndose todos de tal arte los vestidos, que ninguno que los viera juzgara que llevaban armas. También iban otros escuadrones (detrás de éstos que habían de entrar primero en la batalla), armados de otras suertes, pública y descubiertamente. Las andas del señor se adornaron ricas y muy vistosas, delante iban los para ello señalados, limpiando el camino, que yerba ni piedra en él no parecía; de los orejones, y naturales del Cuzco, iban junto a las andas vestidos con una librea como continuos del rey; la guardia iba entre éstos. Las andas habían de llevar hombres principales que viniesen de linajes más altos o fuesen señores de muchos vasallos; doce mil hombres, en sus escuadrones armados como se ha dicho, iban delante de todos como batalla; y luego iban otros cinco mil indios con los ayllos; avisados de prender con ellos a los caballos. La demás gente, que, por toda, decían que sería setenta mil hombres de guerra con más de treinta mil de servicio, sin las mujeres, salió poniéndose en la orden que se mandó. Los cristianos vieron la mudanza; conocieron que presto andarían envueltos con los que contra ellos movían. Pizarro les animó de nuevo, apartándoles el temor, que tenían a la muchedumbre, que eran los de Atabalipa; a quien con algunos de los indios que allí estaban envió a decir que le rogaba se diese prisa a venir, porque lo aguardaban a comer. Preguntó Atabalipa a este mensajero el estado de los cristianos; afirmóle que estaban temerosos, nueva con que más se ensoberbecía, y con un principal, teniendo propósito asentado, envió a decir a Pizarro, que ya él hubiera llegado a verse con él; que no había podido con su gente, por el gran temor que tenían a los caballos, y perros, el cual temor había crecido más en ellos, viéndose más cerca; por tanto, que le rogaba mucho, si deseo tenía de aliarse con él, mandase atar fuertemente los caballos y perros, y los cristianos que se escondiesen todos unos en un lugar y otros en otro, de tal manera que ninguno pareciese, cuando entrambos se hablasen, porque se les quitare a los suyos el gran miedo que llevaban; y que por cuanto su gente andaba acostumbrada a traer armas, que no lo alterase si viese que algunos de ellos iban con ellas. Como llegara este indio donde los cristianos estaban y el gobernador hubo entendido la embajada, entendió el daño que Atabalipa traía pensado; mandó luego llamar a sus hermanos y a los más principales de su real para tomar consejo sobre lo que harían. Todos se esforzaron; decían que el Espíritu Santo había inspirado en Atabalipa que enviase con tal embajada, porque conociendo por ella su intención se apercibiesen, y estando dentro en las casas saldrían a los indios por tal modo, que fuesen breve desbaratados. Porque cierto, si como Atabalipa lo guió no se hiciera, era cosa que pareciese ser imposible, puestos en campo los nuestros, podrían ser parte, para se defender de tantos como entre ellos eran. En la plaza había solas dos puertas; la cerca era poco más de estado y medio. En esto Atabalipa venía con su gente en orden y llegando muy cerca de donde los cristianos estaban, mandó asentar su real, poniendo en medio su tienda, rica y muy grande. Pesó mucho a los cristianos cuando tal vieron, porque había poco día; creyeron que los indios querían dar en ellos de que fuese noche. Pizarro, que más lo sentía, dijo que holgara que alguno de los cristianos se atreviera de ir con su mensaje a Atabalipa; oyólo uno a quien llamaban Hernando Aldana, Respondió que iría donde estaba Atabalipa y diría lo que él mandase; alegróse Pizarro y mandóle que dijera a Atabalipa, que, porque era ya tarde, le rogaba mucho se diese prisa a llegar adonde le estaba aguardando para que diesen orden a lo que convenía al bien de todos. Aldana partió luego (entendía un poco la lengua de los indios, porque lo había procurado). Mandó Pizarro que todos estuviesen apercibidos, los caballos ensillados, las riendas y las lanzas en las manos. Aldana anduvo hasta que llegó a la tienda de Atabalipa, hallólo sentado a la puerta de ella, acompañado de muchos señores y capitanes; explicó la embajada que traía; no le respondió nada, mas levantóse con mucha ira, y arremetiendo con el cristiano, quiso tomarle el espada; túvola tan fuertemente que no bastó. Algunos de los principales que allí estaban se levantaron con voluntad de lo matar y tomarle el espada. Atabalipa, como que había recibido afrenta en no se la quitar, les mandó que lo dejasen; y le dijo con buen semblante que se volviese y dijese a Pizarro que luego se partiría por le hacer placer, y se verían entrambos. Aldana, que no las tenía todas consigo, hizo su acatamiento, y a paso largo volvió donde estaba Pizarro, a quien contó lo que había pasado y cómo Atabalipa traía gran cantidad de oro y plata en muchos vasos y vasijas, y que le parecía que venía de mal arte y con gran soberbia.